Por unas políticas culturales transversales, no sólo de oferta


La mayor parte de estrategias de política cultural, así como los instrumentos que de ellas dependen (subvenciones, premios, desgravaciones fiscales a la inversión o la protección de los derechos de autor, para citar solo algunos), están orientadas a la oferta. Su principal objetivo consiste en fortalecer la producción y la difusión artística y patrimonial, siendo sus principales receptores/beneficiarios los creadores, las productoras culturales y los equipamientos de difusión. Es decir, existe un acentuado sesgo en beneficio de la oferta –de la creación a la conservación, pasando por la producción y la distribución– en lugar de orientarse hacia la demanda, en base a reforzar las decisiones libres de los ciudadanos respecto de sus expectativas, prácticas y consumo cultural.

Este hecho, común en prácticamente todos los países occidentales, no se puede desligar de las razones históricas que permitieron el desarrollo de las políticas culturales: salvaguardar un legado artístico y humanístico valioso por su vínculo con el mundo clásico o con una determinada concepción de la identidad nacional (a menudo, la que interesaba a las clases dominantes), y al mismo tiempo permitir la eclosión de nuevas expresiones de vanguardia que renovaran este legado y ayudaran a prestigiar una cultura y el país a nivel internacional. A estos dos grandes objetivos iniciales, se suma hacia los años sesenta la idea de la democratización cultural, con la finalidad de ampliar la base social y mejorar la legitimación política de la acción cultural gubernamental. Con ello, la tradicional relación de dependencia (no exenta de desconfianza mutua) entre el poder político, religioso o económico y el mundo de la creación se amplía, con derivas clientelares pero también de retroalimentación mutua. Este conjunto de factores –en su mayoría centrados en una acepción restringida de la intervención gubernamental a la alta cultura– explican el predominio de las políticas culturales de oferta sobre las de demanda. Esto es así con independencia del color político del gobernante de turno y del nivel de gobierno de que se trate.

Sin embargo, existe un buen abanico potencial de instrumentos de política cultural orientados a la demanda, la mayoría de ellos poco o desigualmente usados. Entre ellos merece la pena destacar los vales de descuento o las entradas gratuitas para auspiciar el consumo cultural, los créditos para la compra de arte, la desgravación fiscal a las donaciones o el IVA reducido para libros y espectáculos, entre muchos otros. Aquello que caracteriza a estos instrumentos es no estar mediatizados por los operadores culturales, sino que los ciudadanos, usuarios o consumidores finales eligen libremente (o menos inducidos) lo que quieren adquirir, ayudar, experimentar o consumir. Se trata, pues, de potenciar el consumo o la experiencia en base a reducir las barreras de acceso económicas o sociales dotando de la mayor capacidad de decisión posible al destinatario final. Es decir, en lugar de subvencionar una institución para que rebaje el precio de las entradas, es el consumidor potencial quien dispone de la libertad para elegir qué quiere comprar.

Evidentemente, cada gobierno decide la tipología de productos o prácticas que quiere favorecer a través de estos instrumentos y los ciudadanos interactúan sobre esta base. Sin embargo, aunque se pretenda devolver la soberanía al ciudadano (lo que explica que sean tildadas de liberales) no es fácil escapar a la connivencia entre los intereses políticos y los gremiales, o que objetivos económicos que en principio nada tienen que ver con la lógica cultural terminen imponiéndose. O al menos, ¿qué justifica que cualquier tipo de libro o revista, por banal que sea, disfrute del tipo súper reducido del IVA y en cambio la adquisición de instrumentos musicales pague el tipo general?* Probablemente la existencia de un lobby poderoso en el ámbito editorial y la debilidad de la industria nacional de instrumentos musicales tienen más que ver con el resultado de esta política que la consideración objetiva sobre cuál práctica cultural es más importante favorecer. Así pues, y en contra de lo que una determinada mirada conservadora defensa, estas medidas no están exentas de una instrumentación interesada.

Muchos de los mecanismos de demanda pretenden incidir en públicos específicos, como la suscripción gratuita a publicaciones o los vales de descuento dirigidos a gente joven o a colectivos con escasos hábitos de consumo cultural. En cambio, otros instrumentos como el IVA reducido benefician a priori a cualquier consumidor potencial. Sin embargo, el gran reto de este tipo de política (compartido también con las de oferta) es que acaban favoreciendo aquellos segmentos de población con un capital cultural elevado. Por ejemplo, el hecho de que las publicaciones o el espectáculo en vivo disfruten de un tipo de IVA reducido no potencia la extensión del hábito cultural mucho más allá de sus consumidores habituales. Incluso a menudo me pregunto si no habría una manera más eficiente de promover el consumo cultural, pues los beneficios fiscales por el diferencial del IVA a los bienes y servicios culturales previsto en el Presupuesto General del Estado de 2011 asciende a la considerable cantidad de 391 millones de Euros (recomiendo leer el post IVA reducido a la cultura)

Un caso encomiable pero que nos obliga a reflexionar es el programa de suscripción gratuita a una publicación periódica a escoger dirigido a los jóvenes que cumplen 18 años (por cierto, es una lástima que una iniciativa de fomento directo de la demanda –que supone un apoyo indirecto a la industria– no tenga continuidad con el nuevo gobierno catalán). Necesitamos, sin duda, evaluar sus resultados a largo plazo: saber cuántos jóvenes han mantenido la suscripción pasado el año de carencia o que ha significado que veintiún una mil familias catalanas recibieran una publicación periódica en casa (muchas de ellas por primera vez en la vida). Pero hay otra cuestión que nos debería hacer pensar. A pesar de haber enviado cartas personalizadas a todos los jóvenes censados en Cataluña, sólo el 31,4% solicitaron la suscripción, un incremento significativo respecto al 19% de dos años antes, el primero de implementación del programa, pero por debajo de lo que sería deseable. Si lo comparamos con la mayoría de programas culturales orientados a la oferta, llegar a un tercio de la población es un gran éxito. Sin embargo, ¿cómo interpretar el hecho que dos tercios de los potenciales beneficiarios, todos ellos alfabetizados y muchos de ellos terminando la secundaria, no muestren ningún interés en recibir gratuitamente ninguno de los periódicos o revistas publicados en Cataluña (ni los diarios deportivos!)? ¿Cuáles son las necesidades, expectativas y deseos de la joven generación digital? Políticos, investigadores y gestores culturales estamos obligados a repensar los paradigmas que sostienen la acción cultural dominante (por ello os invito a participar en las Jornadas dedicadas a este tema que organizamos el 15 y 16 de septiembre próximo).

Así, pues, una de las ventajas de las políticas de demanda es que permiten aproximarnos a los destinatarios de las políticas públicas sin depender de la versión a menudo interesada de la oferta ni de la retórica buenista que asume de forma excesivamente simplista la correlación entre educación y consumo cultural. Para entender el comportamiento cultural, y por tanto poder interactuar inteligentemente, con una población tan heterogénea y compleja como la de hoy se necesita un amplio abanico de indicadores sociológicos y una gran apertura de miras. Otra de las limitaciones de estas medidas es su impacto a medio y largo plazo, lo que dificulta su evaluación en los plazos mucho más cortos de la lógica política y administrativa que las financia.

A diferencia de Christopher Madden, cuyo artículo (centrado en el caso australiano) me ha impulsado a escribir la presente reflexión, no creo que la reorientación de la política cultural hacia la demanda sea "la respuesta" que aportará flexibilidad a unas políticas culturales desorientadas. Es evidente que la acción gubernamental está excesivamente sometida a la lógica y a los intereses de la oferta, con una sobredimensión de la misma que repercute negativamente en los ingresos de los propios artistas y cuestiona la eficiencia de los recursos públicos destinados al sector. Es necesario complementar con políticas de demanda los mecanismos dominantes de apoyo directo a la creación y a la producción. Sin embargo, es necesario integrar estas dos políticas con estrategias más ambiciosas de desarrollo de audiencias y con programas orientados al crecimiento personal de jóvenes y mayores. Las administraciones públicas tienen que ser mucho más exigentes a la hora de condicionar los recursos que aportan, en especial a los centros de difusión, para que desarrollen estrategias no sólo de democratización cultural sino también generadoras de dinámicas de democracia cultural, donde los ciudadanos participen de las propuestas. En este proceso es importante implicar a artistas, programadores y gestores culturales, así como a maestros, dinamizadores sociales, investigadores y, evidentemente, políticos y ciudadanos.

La reivindicación en favor de las políticas de demanda pretende, pues, favorecer el rediseño de estrategias integrales de oferta y demanda, que den margen a los creadores pero no descuiden la imprescindible ampliación de los públicos. Asimismo, deben permitir conocer mejor la dieta cultural y potenciar la libertad de expresión y de interacción de los ciudadanos. Unas estrategias que tengan en cuenta tanto la formación y el reciclaje de los profesionales (con numerus clausus para no inflacionar exageradamente la oferta futura) como la formación de las audiencias y el desarrollo crítico y creativo de todos.


Vivimos en un mundo cada vez más digital, donde la cadena de valor ya no depende únicamente de la producción y los mecanismos de distribución profesional, sino que la interacción entre oferta y demanda es cada vez más líquida. Las políticas culturales deben adaptarse a este cambio de paradigma, pero al mismo tiempo hay que cuidar el delicado ecosistema cultural. Por ello, es importante encontrar el equilibrio entre el apoyo a la creación de vanguardia y a la producción para el gran público (necesitamos, asimismo, una industria cultural potente), y a la vez trabajar en cómo dar respuesta, pasarelas ad hoc incluidas, a unas demandas latentes de expresión y de consumo extremadamente diversas. Todo ello debe hacerse con prudencia pero sin pausa, ya que una época de crisis obliga a repensar pero también a cuidar de aquellas iniciativas formidables que con los recortes y la precariedad de medios pueden desaparecer.


* 4% respecto al 18% general.

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