Múltiples razones justifican la
cooperación cultural de Europa con la ribera sur del Mediterráneo
y el mundo árabe en general. Desde un punto de vista estrictamente cultural
podríamos citar el conocimiento y enriquecimiento cultural mutuo, la difusión y
la coproducción cultural, el interés de artistas y profesionales de ambos lados
para aprender y trabajar juntos, o el fomento de un desarrollo cultural
mutuamente beneficioso. Pero junto a estas excelentes pretensiones, la
diplomacia cultural sirve a intereses más pragmáticos e instrumentales, tanto políticos
como crematísticos: asentar el prestigio de un país en una región estratégica, afianzar
alianzas para todo tipo de movimientos políticos tácticos o estratégicos, ampliar
o consolidar mercados, o conseguir tratos privilegiados en inversiones u otras
acciones estratégicas, entre muchos otros. Este segundo tipo de razones, que a
veces se mezclan con las primeras, distorsionan la praxis de muchos proyectos
de cooperación cultural –en especial de aquellos diseñados o conducidos
directamente por organismos gubernamentales –. Los gobiernos usan la diplomacia
cultural para reducir tensiones o malentendidos, favorecer la buena vecindad y fomentar
un clima de interés mutuo. Y, en el caso particular de la región que nos ocupa,
con el objetivo de superar los estigmas y secuelas de la vieja relación y dominio
colonial, favorecer un desarrollo que reduzca la brecha económica y social que
separa ambas orillas del Mediterráneo, y conseguir un cierto antídoto contra los
extremismos ideológicos, religiosos o xenófobos.
Los proyectos de cooperación
cultural suelen ser un buen remedio para avanzar en dicha dirección en la
medida que permiten reconocerse a partir de pactar metas y desarrollar
programas conjuntos, favorecen el aprender a trabajar juntos, crean valores
simbólicos comunes, comparten emociones o generan dinámicas de desarrollo
cultural y de intercambio de flujos de bienes y servicios culturales. Sin embargo, es importante distinguir entre
los verdaderos proyectos de cooperación, de la simple difusión cultural. Cuando
la segunda impera (cosa muy habitual) los países más poderosos organizan con el
beneplácitos de los gobiernos receptores exposiciones, conciertos, jornadas u
otro tipo de actividades culturales con el objetivo de fortalecer la imagen del
país, y como beneficio colateral ampliar la oferta cultural al alcance de una
minorías selectas del país destinatario. La relación en sentido opuesto es
prácticamente inexistente. La verdadera
cooperación implica un trabajo en común desde el momento de la concepción a la
materialización del proyecto y al diseño de su comunicación pública. Los países europeos acostumbran a observar y a
escuchar poco, para terminar imponiendo su concepción de la idea y sus
profesionales por encima de las necesidades y capacidades reales de la
comunidad para la cual se ha diseñado el proyecto.
El gran reto consiste en superar la
asimetría de recursos (institucionales, económicos y simbólicos) entre el norte
y el sur para asentar los proyectos de cooperación en aquello que nos iguala:
el patrimonio, la creatividad y la capacidad para compartir emoción. Esto es algo
más fácil cuando las organizaciones que cooperan no son gubernamentales (asociaciones,
fundaciones, universidades, instituciones culturales de base, o una mezcla de
todo esto) formadas por profesionales y voluntarios que con el tiempo han
tejido una red de amistad y comprensión mutua. Cuando los organismos son
públicos, la propia lógica gubernamental
no facilita la flexibilidad necesaria para escuchar la necesidad de la
contraparte, y se impone la lógica de la difusión sobre la de una verdadera
cooperación. La cooperación cultural debe tener por meta el desarrollo
cultural, y ello implica superar las relaciones de dependencia o sumisión
neocolonial. Por desgracia los europeos lo hacemos bastante mal, y mucha de las
nuestras contrapartes también pues nos ven únicamente como billetes de Euro con
patas, y para garantizarse una posición de monopolio no cuestionan la eficacia
de los proyectos que les proponemos. En
los países árabes hay profesionales muy bien formados, con enorme ilusión y
capacidad para conceptualizar y poner en marcha proyectos, pero cuando los
europeos organizamos seminarios somos prácticamente los únicos que sentamos
cátedra, la mayoría de las veces sin tener en cuenta la aplicabilidad de
nuestras experiencias o propuestas en la realidad cuotidiana de la contraparte.
Y cuando los convidamos a nuestros lares raramente tenemos en cuenta el
potencial de su mirada externa para ayudar a transformar nuestras inercias e
ineficiencias.
Ahora bien, no todas las iniciativas
de cooperación cultural europeas son neocoloniales. Una buena práctica de
cooperación cultural Euro-árabe ha sido el proyecto de Culture Resource - Al Mawred Al Thaqafy del
Cairo junto a la Fundación Europea de la Cultura y la BoekmanStichting de
Amsterdam que ha dado como resultado unos seminarios y un libro titulado “Cultural
Policies in Algeria, Egypt, Jordan, Lebanon, Morocco, Palestine, Syria and
Tunisia. An Introduction”. Una iniciativa que precede y prepara la
primavera árabe. Relata críticamente la realidad de las políticas culturales de
los ocho países estudiados por parte de investigadores independientes de cada
país, con un gran artículo de síntesis de Milena Dragićević Šešić.
Si los recursos disponibles de la
cooperación europea en el mundo árabe se gastarán menos en exposiciones,
conciertos, enseñanza de los diversos idiomas europeos o en coloquios carísimos
y en cambio sirvieran para propiciar proyectos independientes de cooperación
centrados en necesidades objetivas de desarrollo cultural, los verdaderos objetivos
de la cooperación cultural internacional se cumplirían de forma mucho más
eficiente y eficaz. No se trata de dejar de realizar exposiciones, conciertos o
coloquios, sino de hacerlo de una forma distinta: observar y escuchar más,
hablar e imponer menos, incorporar miradas transversales, interclasistas,
imaginativas y sin prejuicios eurocéntricos, y siendo conscientes que el coste
de oportunidad de cada Euro invertido debe proyectarse en un futuro compartido,
creativo, sin imposiciones y en paz.
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