El pasado 30 de
setiembre publiqué en catalán un texto con este mismo título para reflexionar
sobre la necesidad de actualizar profundamente las políticas culturales de
Cataluña. Algunos amigos me han pedido que adaptara la versión a la realidad
española[1]
(y algunos de sus aprendizajes a la heterogénea realidad y políticas culturales
de Latinoamérica). Aquí va el intento.
En el último
congreso de ENCATC[2] en
Bucarest profesores de la Universidad de Mälmo me cuentan un ejercicio
realizado con el equipo municipal de su ciudad. Se les propuso replantear de
cero el presupuesto cultural, suponiendo que no tuviera ningún coste cerrar programas
y equipamientos de larga trayectoria, con equipos y audiencias consolidadas. El
resultado después de una larga deliberación por parte de los responsables
municipales fue no modificar significativamente las prioridades ni el
presupuesto de cultura municipal. ¿Qué razones pueden explicar dicha reacción
teniendo en cuenta la rapidez con la que cambian los comportamientos y las
necesidades culturales? Quizás, la política cultural de Mälmo ha sido históricamente
tan dinámica, ha sabido reinventarse y dejar atrás las herencias no adecuadas o
poco eficaces del pasado por lo que, hoy, la distribución de su presupuesto y el
listado de sus programas responden adecuada a las necesidades contemporáneas.
O, en sentido contrario, tal vez nos encontramos ante unos profesionales con
unas prioridades y valores conservadores, con una relación endogámica con el
sector, que no les permite cuestionar la tipología y proporción de recursos
dedicados a bibliotecas, museos, medios de comunicación, festivales, mediación
intercultural o apoyo a la industria cultural local.
Si llevamos el
debate a la realidad española, probablemente muchos compartimos la opinión que
las políticas públicas de apoyo a la cultura son particularmente continuistas y
que podrían ser extremadamente mejorables. Los actuales programas de apoyo y
las políticas culturales que los sustentan son el resultado de un proceso
acumulativo, poco crítico y escasamente actualizado, respecto de un contexto y
unas necesidades cambiantes. En aquellos casos donde se ha cerrado un
equipamiento o dejado de hacer un programa, ha sido más fruto de la necesidad
de recortar las partidas con menor coste político, que una respuesta
estratégica para alcanzar de forma eficaz, eficiente y equitativa unos objetivos
definidos tras un reposado ejercicio de diagnóstico. En España, los fundamentos
de la actual política cultural se ponen en marcha hace casi cuarenta años, en
1979, con los primeros ayuntamientos salidos de elecciones democráticas después
de la muerte del dictador. En este período, las formas de expresión, consumo y
participación cultural han cambiado radicalmente empujadas por el acelerado proceso
de transformación tecnológica (digitalización y en ciernes las nuevas
aplicaciones de inteligencia artificial), cambio de valores en una sociedad
mucho más multicultural (acelerado por el envejecimiento progresivo y los
flujos de inmigración extranjera), y la globalización de los mercados y los
flujos internacionales.
La mayor parte de
los presupuestos públicos se destinan a mantener las infraestructuras
culturales de titularidad pública (televisiones, museos, teatros, auditorios,
bibliotecas o casas de cultura). A pesar de que una parte de estos recursos se
utilizan para contratar o adquirir obras y servicios producidos por el sector
privado (series televisivas, películas, producción de exposiciones,
espectáculos o libros) la parte del león se dedica a pagar salarios y mantener
los equipamientos públicos (o hasta antes de la crisis, a construir y equipar
nuevas infraestructuras sin una planificación racional). El resultado
observando los presupuestos de muchas administraciones públicas es que quedan muy
pocos recursos para promover las iniciativas independientes. Unas migajas
miserables que se distribuyen con escasa priorización y eficiencia (el costo de
gestión para la administración y para el donante supera en muchas ocasiones el
importe de la subvención). ¿Es ésta la manera más eficiente y eficaz de
alcanzar los objetivos explícitos, desgraciadamente sólo retóricos, de las políticas
culturales? ¿Porque cuando comentas estos temas con colegas que han tenido
cargos de responsabilidad política te confiesan que lograr modificar tan sólo
un 10% de la distribución del presupuesto es ya una gran victoria? Está claro
que para alcanzar impactos a largo plazo hay que dejar que las estrategias
tengan suficiente continuidad. Ahora bien, ¿tanta?
La realidad
latinoamericana es, dentro de su heterogeneidad, algo distinta. Los
presupuestos per cápita dedicados a cultura no son solo bastante más reducidos
que en España, sino que su continuidad brilla por la ausencia. Cada nuevo
gobernante necesita diferenciarse de su antecesor con proyectos distintos,
echando abajo la experiencia y la obra legada. En este contexto solo los
equipamientos más prestigiosos (por ejemplo, los museos o teatro nacionales) o
particularmente útiles para lograr fines políticos y dar de comer a la
respectiva clientela partidista (los medios de comunicación públicos) consiguen
mantenerse, una vez substituidos todos sus cargos de responsabilidad (y a veces
hasta el último chófer) por personal fiel al nuevo gobernante.
Lejos de estos
barrizales, los sociólogos norteamericanos Tepper y Frenette[3],
en un texto en vías de publicación, señalan 5 grandes retos en la política
cultural contemporánea: a) alentar que más ciudadanos participen de las artes y
la cultura; b) asegurar que los artistas profesionales puedan desarrollar
carreras sostenibles; c) afianzar la autonomía y la libertad de los artistas
para expresarse y desafiar el statu quo; d) garantizar que las instituciones
artísticas sean representativas de la diversidad creativa del país; y e) apoyar
mercados robustos y de intercambio de innovación para que los consumidores y la
ciudadanía tengan acceso a una cultura diversa e innovadora.
Si damos por
buenas estas cinco prioridades genéricas (habría que añadir referencias al
papel del patrimonio cultural, al contexto específico de cada ciudad o país y
tener en cuenta los retos que planteo en el esquema adjunto), me pregunto si
las actuales políticas culturales contemporáneas son las más adecuadas para
alcanzar estos retos en una situación de cambio acelerado. En particular,
cuando se dispone de unos recursos miserables que habría que administrar de
forma muy cuidadosa
Después de años
de observar la escasa eficiencia de la gestión pública en nuestras latitudes
(debido a malos modelos de gobernanza, a procesos burocráticos garantistas y a
la dificultad para incentivar adecuadamente los recursos humanos disponibles) uno
se acaba decantando por dotar de muchos más recursos aquellas iniciativas
gestionadas privadamente, pero con clara vocación de interés público. Esto
englobaría tanto los proyectos de titularidad gubernamental administrados por
terceros a través de procesos competitivos de externalización o de coproducción
público-privada, como las iniciativas comunitarias, de la sociedad civil o de
las empresas culturales que se presentan a subvención. La comparación entre
recursos públicos destinados y resultados obtenidos entre la mayoría de teatros,
festivales o museos de titularidad y gestión pública y sus equivalentes
administrados privadamente es, en la mayor parte de casos, sangrando. Muy en
particular cuando estas iniciativas nacen del mundo independiente, mucho más
plural y creativo, expresión de la diversidad y el dinamismo social, a menudo más
abiertos a cooperar de forma voluntaria y a auto-explotarse. Es evidente que no
todo es positivo, pues la fragmentación tiene un coste en términos de
eficiencia y de incorporación de innovación, pero la mayor diversidad de
propuestas y capacidad de adaptación lo compensan.
No quisiera ser
mal interpretado. No soy partidario de traspasar la dirección o los recursos
públicos de cultura a manos privadas, sino de avanzar hacia un modelo de
gobernanza más corresponsable, participativo y de distribución más equitativa
de los presupuestos, manteniendo en muchos casos la titularidad en manos
públicas. Ahora bien, la recién crisis económica y presupuestaria ha demostrado
tristemente que las organizaciones culturales mejor trabadas institucionalmente,
a pesar de ser a menudo menos eficientes, aguantan mejor los embates de los
recortes que las iniciativas independientes, a pesar de ser muchas veces más
creativas e innovadoras. La reducción a la mitad de los recursos públicos
destinados a la cultura en España se ha saldado con el mantenimiento de la
mayor parte de instituciones de titularidad pública (a costa de un importante
recorte de su presupuesto de actividades), y con la desaparición por inanición
de un gran número de iniciativas independientes o poco trabadas
institucionalmente. Vista la experiencia y para evitar futuros riesgos es
preferible depositar los huevos en varias cestas. Es decir, favorecer la
existencia de un sistema mixto, lo más entrelazado posible, que comprometa a los
diversos agentes presentes. Cuantos más actores diferentes, interdependientes
entre sí, y con aspiraciones y procedentes de contextos muy variados, mucho
mejor.
Por desgracia
esta no es la dinámica dominante. Para evitar que la lógica político-electoral
o la lógica de mercado no se lo trague todo en base a indicadores como el
volumen de audiencia, el prestigio mediático o el impacto económico y social,
es necesario instaurar un sistema más comprometido e interdependiente. Hay que
evitar que la vida cultural se concentre sólo en los núcleos de las grandes capitales
metropolitanas o se favorezca solo la programación de mayor audiencia. ¡Para
llegar a este resultado no se necesitan políticas públicas!
Ahora bien, ¿necesitamos
instituciones, equipamientos y proyectos ambiciosos, grandes y fuertes? La
respuesta es sí, pero con contratos-programas que los obliguen a trabajar en
red con los proyectos del territorio y en las iniciativas situadas en las
respectivas fronteras estéticas y sociales. ¿Han de estar todos estos proyectos
situados en las grandes capitales? La respuesta es no, sino que hay que
continuar en todos los ámbitos posibles con la exitosa apuesta histórica para
situar las grandes ferias en ciudades como Tàrrega, Olot, Vic o Manresa (y
evaluar críticamente porque alguna de estos apuestas no acaba de funcionar) .
Tenemos un país enormemente desequilibrado territorialmente, a lo que hay que
sumar que todo el mundo la cultura tiende a concentrarse en las grandes
ciudades. Sin menospreciar la suerte de contar con una capital de referencia
internacional como Barcelona (imaginemos los países que no cuentan con grandes
capitales de referencia internacional) y con artistas y proyectos de una enorme
proyección, hay que apoderarse todo tipo de colectivos, proyectos y territorios
para que asuman la innovación y la internacionalización con retos esenciales. Y
hay que hacerlo reduciendo la desigualdad de acceso a la cultura y de pleno
ejercicio de los derechos culturales entre grupos y colectivos sociales.[4]
El desafío es
hacerlo sobre la base de presupuestos muy limitados (y con un modelo de
gobernanza y administración pública enormemente ineficiente), en un momento en
que la cultura no es percibida socialmente (y por los que toman las decisiones)
como la columna vertebral del desarrollo. No podemos esperar grandes aumentos
de los recursos públicos como antes de la crisis. En este contexto, hay que
saber priorizar, impulsar cambios en los modelos institucionales (contratos-programas,
modelos de gobernanza, sistemas de evaluación, etc.) y pensar estratégicamente
a medio término. Por ejemplo, la Central del Circo es un espacio de titularidad
municipal, con financiación pequeña pero estable por parte del gobierno de
Cataluña y el Ayuntamiento de Barcelona, gestionado autónomamente por la
asociación de compañías de circo. ¡Estoy convencido de que si fuera de
titularidad y gestión pública sería mucho más ineficiente!
En cuanto a las
subvenciones, habría que modificar profundamente el sistema (aunque el marco
homogeneizador europeo no ayuda), reduciendo las ayudas a proyectos sueltos o de
convocatoria anual (sin tiempo de obtener resultados y mucho menos impacto)
para potenciar las ayudas a programas (no a proyectos) por periodos plurianuales.
Los portugueses tienen sistemas de asesoramiento y seguimiento en las ayudas a
tres años mucho más efectivos que el modelo hispánico centrado sólo en la
suspicacia y no en los resultados. Hay que encontrar mecanismos con menos
costes administrativos (compartiendo o externalizando funciones o responsabilidades)
o capaces de incorporar recursos complementarios (por ejemplo, vía subvenciones
condicionadas a microfinanciación participativa).
Ideas y
experiencias internacionales para probar e implementar hay muchas. Sólo falta
valentía, y mucho diálogo con juristas e interventores poco propicios a la
innovación, a fin de cambiar un modelo claramente mejorable de gestión pública
de la cultura.
[1] Nota
(sintética) para los colegas latinoamericanos.
La cultura política y la realidad social que sustentan las políticas culturales
de Cataluña y de España tienen, más allá de algunas diferencias substantivas,
mucho en común. Esto facilita la lectura del diagnóstico y de sus posibles
soluciones. Cataluña y España comparten un mismo marco jurídico-administrativo
y ciclo histórico (dictadura, transición democrática, incorporación a la UE,
crecimiento económico y crisis posterior, etc.). Pero la realidad española es
muy heterogénea por razones lingüísticas, sentimientos nacionales diferenciados,
disponibilidad de recursos, estructura social, flujos migratorios, dinamismo de
la sociedad civil o conectividad internacional. Y en muchas de estas cuestiones,
Cataluña presenta un perfil particular. Con una consciencia nacional
diferenciada (que se expresa en una muy mayoritaria opinión sobre tener derecho
a decidir el propio futuro como sujeto político diferenciado), su sector
cultural está muy enraizado en una sociedad civil más articulada, participativa
y reivindicativa que la española. Esto explica el intento (fallido) de puesta
en marcha de un modelo híbrido departamento de cultura - consejo de las artes
(bajo el principio arm’s length), disponer desde hace años del modelo de
contratos-programas y concursos para dirigir los equipamientos públicos,
sistemas de cogestión y participación ciudadana, o tener un tejido cultural muy
conectado internacionalmente.
[3] Tepper,
S. & Frenette, A. (in press). “Cultural policy”. In Grindstaff, Hall &
Lo (Eds.) Handbook of cultural sociology.
New York: Routledge.
[4]
Recomiendo leer Barbieri, N. (2018) Es
la desigualdad, también en cultura. Cultura y
Ciudadanía. Pensamiento
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