Patrimonio nacional - patrimonio universal: la instrumentalización de la construcción simbólica*


¿Qué tipo de patrimonio conservan y ponen en valor los museos nacionales? Buena parte de los documentos, artefactos y obras de arte depositados en ellos responden al proceso histórico que acompaña la construcción de la identidad nacional.  Este proceso, no lineal ni necesariamente coherente, es el resultado de decisiones tomadas por sus responsables a lo largo de los siglos XIX y XX, cuando la mayoría de estos museos emergen y se consolidan.  Sus colecciones describen los gustos e intereses –es decir, la ideología– de las clases dominantes de diversos periodos históricos, siendo el reflejo de la voluntad coleccionista y de pervivencia de colectivos influyentes: monarcas, militares, eclesiásticos, científicos, filántropos, viajeros o académicos. El legado resultante no es casual, pues la modestia o superabundancia de obras de determinados estilos o épocas no solo explica los gustos, escala de valores, riqueza e intereses simbólicos de cada generación o grupo social, sino también las relaciones políticas, artísticas y comerciales de cada país con el exterior.

Los grandes museos nacionales, así como muchos otros a escala urbana o regional, son los depositarios naturales de la construcción ideológica del patrimonio nacional, en diálogo más o menos autónomo o subalterno con los grandes centros museográficos occidentales. Sus diversos responsables, políticos y técnicos, establecieron los criterios que a lo largo del tiempo han diferenciado los elementos de prestigioso –aquellos que merecían ser estudiados, preservados y puestos en valor–, de aquellas otras expresiones subalternas o marginales que no merecían ser incluidas como parte del patrimonio nacional reputado. Asimismo, reseñaron los límites entre este patrimonio y el del resto del mundo de referencia, así como las influencias y pertenencias mutuas. Las tradiciones historiográficas o museísticas nacionales, que tal como se ha indicado responden a los valores culturales e ideológicos dominantes en cada sociedad, son un subsistema de las referencias y criterios de la comunidad científica internacional.  En particular, de la de aquellos países de referencia por su prestigio político y cultural (Francia, Reino Unido, Alemania o Estados Unidos). En el mundo occidental, la concepción dominante del patrimonio nacional, así como de aquella parte del patrimonio universal preservado en los respectivos museos, se ha construido sobre la base del diálogo entre las propias tradiciones (en particular los mitos autóctonos -indígenas o criollos en el caso latinoamericano- fundacionales de la identidad nacional) y la cultura clásica (aquella que la escuela establecía que nacía en Sumer, pasaba por Egipto, Tierra Santa, Grecia y Roma, y concluía en la civilización moderna y contemporánea de Europa y América). Paradigma que se completa con algunas muestras del patrimonio de los países con algún tipo de relación geográfica o histórica (vecindad, colonial, comercial o migratoria).

Por su lado y en contraste con los museos nacionales de arte o historia convencionales, los museos etnológicos son mucho más recientes. En ellos se recogen fundamentalmente las tradiciones pre-modernas, propias y ajenas, que no constituyeron históricamente el bagaje que merecía ser conservado y puesto en valor. Evidentemente, existen excepciones notables fruto de la abnegación de personalidades extraordinarias, pero por regla general ha sido necesario superar la concepción que reducía el patrimonio a las manifestaciones de la alta cultura para que las expresiones de la cultura popular traspasaran el umbral sagrado del museo. Solo en aquellos países donde dicha tradición constituía la base sobre la que construir una identidad nacional, en especial cuando ésta se sentía amenazada, una determinada expresión de la misma –aquella que coincidía con la ideología nacionalista en particular– formó parte de las colecciones a preservar.

Las sociedad humanas son por definición culturalmente diversas, pero la estrategia de dominio de unos grupos sociales sobre otros ha propiciado bien procesos de aniquilación o homogeneización forzosa, bien de diferenciación por estratos. Las sociedades democráticas modernas, en particular aquellas con una mayor diversidad cultural (territorial o étnica), optaron después de siglos de exterminio, por la integración impuesta más o menos sutilmente.  La escuela, los medios de comunicación y los museos han formado parte de dicha estrategia siendo tradicionalmente los encargados de explicar aquella interpretación de la historia –y de las obras de arte resultantes– que conviene a los grupos dominantes de la sociedad. El patrimonio –los procesos de apropiación, sus límites y concepción, las estrategias de puesta en valor y la propia museología– ha sido instrumentalizado (y en muchos casos continua haciéndose) en función de intereses de tipo ideológico, económico, cultural o social.

Aun hoy, nuestra propia formación como profesionales, aquellos valores de los que nos sentimos partícipes y que reproducimos en las propuestas museológicas y museográficas, no pueden escapar de una determinada visión y vivencia cultural. Es difícil despojarse de la subjetividad ideológica y de las tradiciones historiográficas y museológicas de las que procedemos, por más que intentemos desprendernos de ellas. En este sentido, merece la pena analizar críticamente el origen de las colecciones, los temas elegidos y los profesionales invitados en las exposiciones temporales, la política actual de adquisición de obras, o el contenido de los textos de difusión y del material que acompaña la labor educativa. O si más no, preguntarse sobre las formas de reaccionar frente a la creciente conciencia de diversidad cultural de nuestra sociedad, o ante el reto de la globalización económica y la homogeneización cultural.

Así pues, más allá del legado histórico acumulado en nuestras colecciones, es importante reflexionar sobre el papel de los museos en la reescritura del concepto de patrimonio nacional y su interacción con una visión más amplia del patrimonio universal que incorpore la diversidad cultural propia y ajena, así como los múltiples procesos de hibridación. Esto implica proteger y poner en valor aquellas expresiones tradicionalmente marginadas, explicar su relación con el patrimonio dominante, y dialogar con las culturas del resto del mundo (y no solo con la de los países más poderosos que acaparan, aun hoy, buena parte de nuestras referencias y espejos conceptuales). Evidentemente es más fácil incorporar hoy el legado de los grandes países emergentes (China, India o Japón) que la de territorios marginales o sin vínculos históricos, pero cualquier excusa debería ser buena para intentar ir más allá en el contraste entre los legados propios y ajenos, en especial en un mundo cada vez más globalizado.

Este lento proceso de apertura no puede realizarse, sin embargo, de espaldas a las demandas y necesidades de los diversos colectivos a los que un museo se debe (población autóctona, inmigrados o públicos turísticos). En la mayoría de casos, será necesario acompañarles en este proceso de apertura pues ellos también vienen condicionados por una escala de valores determinada (aquella que una escuela llena de prejuicios aun enseña). La mayoría de los iconos que los atraen a los museos corresponden a las influencias recibidas desde la infancia o inducidas por los medios de comunicación y las guías turísticas. Nuestra obligación debería consistir en crear las pasarelas para que, lentamente, el conjunto de la sociedad tomara consciencia de la riqueza cultural del mundo más allá de dichos iconos o de una determinada (e histórica) construcción artificiosa del patrimonio, tanto del aquel que convencionalmente apodamos nacional como del amplio patrimonio universal.
*Agradezco a Eduardo Nivón la sugerencia del título y los comentarios al texto.

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada