Por un cambio estratégico de prioridades


En tiempos inciertos, de cambio en las formas de producción, interacción, consumo y preservación de la creación y el patrimonio cultural, así como de estancamiento o recortes presupuestarios, la gestión cultural –pública y privada– se ve empujada a cuestionar profundamente sus prioridades así como los modelos de gobernanza que la han caracterizado.

En los últimos treinta años la administración cultural en nuestro país se ha profesionalidad de forma notable, lo que ha permitido una mejora de los resultados y del impacto ciudadano de los proyectos culturales implementados. Buena parte de este proceso ha sido posible gracias al creciente apoyo social e institucional materializado por el continuado incremento de los asistentes y de los recursos públicos (y en menor medida privados) disponibles. Durante este periodo se ha desplegado una importante red de equipamientos culturales –bibliotecas, teatros, museos, festivales, estudios audiovisuales, centros de arte contemporáneo, entre otros–, que ha permitido compensar los déficits heredados de la dictadura.

Pero la puesta en marcha de equipamientos con grandes costes de mantenimiento ha comprometido las posibilidades de modificar las prioridades globales a medida que las necesidades y los comportamientos sociales cambiaban. Más allá de unos pocos fracasos rotundos o de cambios políticos de baja estofa (destrucción del bagaje heredado del enemigo político a desacreditar), raramente se han cuestionado los proyectos cuando perdían sentido o interés social. Una contraproducente combinación de factores lo explican: el crecimiento continuado de los recursos disponibles, el acriticismo dominante (no hay debate ciudadano sobre políticas culturales), la resistencia indolente de un personal mediocre, el conformismo interesado de las clientelas culturales, así como la escasa dimensión estratégica de buena parte de los dirigentes culturales. Vivimos en un mundo donde se planifica y se evalúa retóricamente, casi nunca como proceso de aprendizaje y control compartido, y donde falta gente capaz de arriesgar y hacer avanzar las organizaciones. Hay que decir que no ayudan nada los valores sociales dominantes –despreciativos del riesgo, la competitividad y los liderazgosni los procedimientos y cultura política que benefician aquellos que no se mueven de la foto.

Asimismo, las actividades de muchas iniciativas independientes o del tercer sector dependen de los recursos provenientes de las administraciones públicas. Recursos que a pesar de no ser muy elevados en términos absolutos (la administración es muy tacaña comparativamente cuando se trata de servicios no provistos directamente por ella misma) son fundamentales para la supervivencia de buena parte de los proyectos. Pero esta alta dependencia hace que el sistema sea muy débil.

No se ha favorecido el desarrollo de formas alternativas de financiación y de obtención de recursos propios. Falta una normativa favorable y sobre todo una buena educación social –tanto de los que dan como los que reciben– que fomente realmente el patrocinio empresarial, el mecenazgo filantrópico, así como un voluntariado proactivo. Un sistema esclerótico, intoxicado por los años de vacas gordas, no ha propiciado la búsqueda de nuevos instrumentos financieros, de la venta de todo tipo de productos y subproductos, pasando por el capital riesgo o la micro-financiación. En estas circunstancias, es lógico que en momentos de estancamiento presupuestario las decisiones de los gobernantes dispongan de poco margen de maniobra. Cuando no se ha planificado de forma sostenible y no hay estrategia a medio y largo plazo las consecuencias son nefastas. Así, es más fácil despedir personal innovador pero con un contrato temporal que personal funcionario inútil, clausurar proyectos emergentes que otros administrativamente consolidados, o disminuir drásticamente las subvenciones a terceros que cerrar servicios obsoletos. Por desgracia, falta una mirada estratégica de país que permita salvaguardar la capacidad de innovación y de implicación social que el arte o las nuevas interpretaciones del patrimonio pueden aportar a la sociedad. Necesitamos una nueva gobernanza cultural, tanto a nivel de modelo global como para cada una de las instituciones culturales del país.  Pero este será el tema de otro artículo.

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