Por una nueva gobernanza cultural



Los modelos de gobierno que rigen las organizaciones culturales (todos aquellos aspectos que engloban tanto la designación y control de los directivos, como el proceso de decisión sobre temas estratégicos clave, pasando por el perfil de los miembros de los consejos, entre otros) han evolucionado muy poco en los últimos treinta años en nuestro país. El nivel de madurez de los órganos de gobierno si se compara con el notable proceso de profesionalización de sus gestores es particularmente bajo tanto en las entidades de titularidad pública como en las no lucrativas. Un caso aparte (que dejo para un próximo análisis) es el de las empresas culturales, formadas mayoritariamente por pymes familiares de primera generación, donde accionistas y directivos se confunden.

La dictadura debilitó el tejido asociativo y pese a que de allí surge buena parte de los cuadros de la oposición al régimen, la normalización democrática implicó el traspaso de la mayoría de responsabilidades en cultura a las instituciones públicas. Estas han hecho posible la multiplicación de servicios y equipamientos en todo el país, enriqueciendo enormemente el paisaje y la oferta cultural. Pero más allá de algunas excepciones no han sabido (o querido) compartir la responsabilidad de gobierno y control de las instituciones de titularidad pública con personalidades independientes comprometidas con el proyecto, con contactos y conocimientos útiles para la institución. Por su parte, muchas asociaciones y fundaciones culturales tienen problemas para renovar los miembros de sus juntas o patronatos con personas que permitan optimizar su pleno desarrollo. Los órganos de gobierno necesitan personalidades implicadas, que aporten miradas plurales, tengan experiencia de gestión adecuada y posibiliten el acceso a nuevos recursos.

Si se compara con otros países occidentales con una larga tradición democrática el poso de experiencias contrastadas de buen gobierno es escaso. En general, falta una cultura colectiva sobre el papel y formas de actuación de presidentes y consejeros, exigente con el compromiso que el cargo implica, y al servicio de la misión de la organización. Tampoco se han generado espacios formales de reflexión compartida entre diversas organizaciones que permitan el intercambio de buenas prácticas, o incluso el desarrollo de mecanismos de captación y formación de miembros de los consejos. En Cataluña, el ejemplo más interesante a seguir por lo que implica de transparencia y reflexión en común es el Observatorio del tercer sector, donde se integran algunas fundaciones culturales, pero falta una mirada específica desde el sector de la cultura.

En el ámbito público se observa a veces una excesiva despreocupación por parte de ciertos políticos hacia las organizaciones que rigen, ya que dejan en manos de los presidentes –o incluso de los directores– la mayor parte de decisiones clave. Cabe decir que no siempre la información que se hace llegar es suficiente o se planifica el tiempo necesario para una reflexión y toma de decisiones cuidadosa por parte de todos los miembros del consejo. Este problema, desgraciadamente compartido con muchas empresas y entidades sin ánimo de lucro, pone en evidencia los escasos incentivos y exigencia de responsabilidad por parte de quienes ostenten cargos. La falta de una cultura arraigada de gobierno colectivo suele comportar bien un exceso de confianza hacia la presidencia o la dirección, o a la inversa un rol ejecutivo excesivo por parte del órgano supervisor. Da la sensación de que hay poca conciencia de la responsabilidad social y legal asumida. Sin embargo, tampoco la sociedad valora como es debido dichas funciones (por ejemplo legitimando una remuneración digna y exigiendo al mismo tiempo un verdadero compromiso personal con la organización que se rige) hecho que no ayuda a situar el papel de presidentes, consejeros y responsables ejecutivos de las instituciones culturales. En este sentido, los cambios normativos sobre fundaciones y asociaciones en Cataluña no me parecen los más indicados.

El desgraciado caso del Palau de la Música ha puesto en evidencia un problema que va mucho más allá de la entidad orfeonista, pero como ocurre en casos similares puede implicar un remedio peor que la enfermedad. En lugar de favorecer el surgimiento de dirigentes comprometidos y de mecanismos de inspección y control adecuados, nuestra ineficiente tradición administrativa (combinación de hipocresía social e incapacidad profesional) tiende a sobre regular burocráticamente. El resultado es un ineficiente endurecimiento de la normativa reguladora que no evita que ciertos indeseables hagan de la suya, pero en cambio complica enormemente la vida de muchas pequeñas y medianas organizaciones. El efecto inmediato es menos riesgo artístico, menor compromiso social, e ineficiencia económica. En la medida que se endurece la burocracia y se acentúa la responsabilidad individual se desincentiva también la participación de nuevos candidatos a ocupar cargos de responsabilidad. ¿Quién querrá serlo en estas condiciones?

Por este motivo es necesario generar un debate profundo sobre el funcionamiento y los mecanismos de control del gobierno corporativo de las entidades públicas y no lucrativas en el ámbito de la cultura. Esto implica reflexionar sobre el papel de los presidentes y los restantes miembros de juntas y patronatos, tanto a nivel interno evitando presidencialismos, como respecto a la dirección ejecutiva. Hay que analizar la composición de los consejos, el origen social, de género y edad, el perfil profesional, la experiencia profesional y formación de sus miembros, así como abrir las entidades hacia la responsabilidad compartida entre expertos independientes y representantes de las administraciones, entre otras cuestiones. En otros países las instituciones se nutren de una bolsa de profesionales de perfiles complementarios que comienzan ejerciendo responsabilidades de liderazgo en organizaciones pequeñas y que acaban presidiendo las grandes instituciones culturales del país. No es extraño, por ejemplo, que ejecutivos profesionales de grandes instituciones formen parte de los órganos políticos de pequeñas organizaciones culturales, con la doble vivencia de roles y el traspaso de experiencias que conlleva.

La propuesta de incluir expertos independientes no cuestiona el papel preeminente de los políticos elegidos democráticamente, o de sus representantes, en los consejos. Sería totalmente contraproducente e implicaría una pérdida de legitimidad alejar la gestión de aquellos que tienen capacidad de priorizar recursos con una mirada amplia de las necesidades ciudadanas. Tenemos la experiencia de los consorcios entre varias instituciones basados en un sistema de responsabilidades compartidas y de autonomía institucional. Sin embargo, falta un mayor esfuerzo para racionalizar normativamente los compromisos entre niveles de gobierno que ayude a priorizar no desde la dependencia sino desde la autonomía y la responsabilidad compartida.

Las entidades culturales contemporáneas están abocadas a una multitud de retos (económicos, artísticos, sociales, legales ...) a los que no se puede responder sin imaginación ni capacidad responsable de asumir riesgos. Existe el peligro de una respuesta gubernamental conservadora, que prefiera evitar todo tipo de lances en base a dejar en manos de los interventores el umbral de lo qué es posible hacer, o monopolizar siempre con los mismos altos funcionarios los consejos de las entidades. Probablemente con contratos-programa claros y exigentes, indicadores de resultado compartidos entre las diversas instituciones implicadas, buenos controles de cuentas, y consejeros implicados y bien formados sería más fácil alcanzar la misión y dar apoyo a la tarea de la dirección de cada equipamiento o proyecto.


También hay que diferenciar entre la función de las posibles comisiones asesoras (artística, económica, tecnológica o de desarrollo social ...) de aquello que implica la responsabilidad de gobernar una institución. Disponer de espacios de intercambio y asesoramiento externo puede ser de gran utilidad para dirigir un proyecto, pero integrar algunos representantes de estas sensibilidades en el órgano de gobierno da todo otro valor añadido. Es importante no confundirlo.

Hay mucho trabajo por hacer y para innovar en el ámbito de la gobernanza de las entidades culturales. En los últimos treinta años se ha avanzado mucho en la profesionalización de la gestión cultural. Ahora hay que hacerlo en el buen gobierno de las entidades artísticas y patrimoniales. El recorte de recursos y la necesidad de priorizar lo exigen mucho más.

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