En un momento como el actual, de enormes dificultades financieras para la mayoría de administraciones públicas –en particular de las municipales– todos los proyectos y equipamientos culturales buscan desesperadamente cómo equilibrar sus cuentas sin renunciar a la esencia de su misión y a la prestación de sus servicios tradicionales. En estas circunstancias, es lógico que la mirada se centre en el público, en el consumidor que con su módica contribución monetaria individual aporta los recursos necesarios para hacer posible la actividad o evento. El público, no sólo aporta una parte sustancial de los recursos financieros totales, sino que con su presencia legitima el resto de recursos públicos y procedentes del patrocinio disponibles, siendo el destinatario primero de la oferta cultural y su razón última de ser.
Sin embargo, la focalización de la mirada hacia las audiencias –imprescindible y que no debería olvidarse cuando vuelva de nuevo el tiempo de las vacas gordas–, puede incorporar un cierto peligro: centrarse excesivamente en contentar a las clientelas de siempre, formada por los abonados, connaisseurs o aquellos que les gusta ver y escuchar siempre el mismo tipo de cosa. Desde una perspectiva de gestión financiera y de marketing, esta es una opción lógica y acertada, pero no lo es desde una mirada más amplia, que tenga en cuenta el conjunto de la sociedad y el progreso colectivo.
Vivimos en una sociedad compleja, individualista, cada vez más heterogénea y diversa. En un momento en que cada uno va a lo suyo, generador de aquello que Jean-Michel Lucas llama tolerancia cultural fría, las manifestaciones culturales pueden ser un punto de encuentro. Todo el mundo, en uso de su libertad –que por otra parte tanto a costado lograr– se expresa, intercambia y consume aquellas parcelas de realidad cultural que le interesan (o han sabido venderle). Vivimos en un contexto donde además de los grandes acontecimientos mediáticos, la especialización del consumo cultural es enorme, lo que permite una gran pluralidad (más teórica que real) de alternativas de consumo. Sin embargo, la incomunicación lleva a la ignorancia, y esta al desprecio o hasta el odio hacia las expresiones culturales del otro, sobre todo cuando visiones dogmáticas únicas quieren imponerse a las de otras comunidades. Habría que recordar aquí la famosa frase de Antonio Machado afirmando que Castilla deprecia lo que ignora (y substituyan Castilla por cualquier otro castillo totalitario). Faltan, por tanto, proyectos colectivos de carácter participativo y abierto. Donde sea fácil integrarse sin renunciar a los propios valores y expresiones, pero donde la interacción con la tradición o con la innovación haga posible un proceso de crecimiento colectivo.
Lo que hoy parece justificar la acción cultural pública es ser «capital de la cultura», «gran centro de la economía creativa», «polo de atracción de turismo cultural de calidad», o como mucho «celebración de la multiculturalidad». Todos estos objetivos son intrínsecamente buenos, pero en mi opinión muestran una mirada parcial, localista, que no aborda el reto fundamental que la cultura puede aportar a las sociedades contemporáneas. Ésta consiste, justamente, en hacer posible vivir colaborativamente la libertad de creación, expresión, e incluso de consumo cultural. La responsabilidad de los poderes públicos, y de sus instituciones especializadas –museos, bibliotecas, teatros, auditorios o centros de arte contemporáneo –, debería consistir en hacer posible espacios de interacción entre colectivos diversos, con el objetivo de ampliar los capitales culturales respectivos. La crisis debería hacernos más conscientes de este reto, en lugar de empequeñecer nuestra mirada y centrar nuestra atención casi exclusivamente en las respectivas clientelas. Hay que asumir la incomodidad de arriesgar y de llenar de sentido la responsabilidad de la acción cultural pública.
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